El deber de una madre es bien claro: ser perfecta. Las madres, como todos sabemos, son sagradas. Son dulces, afectuosas, solícitas y abnegadas «madonnas». Siempre están a mano. Tienen un corazón tierno y una paciencia infinita. Una madre es como el legendario pelícano que se desgarra el pecho para alimentar a sus criaturas. Cualquier madre daría la vida por su hijo... Bueno, sí, es cierto. Soy madre y realmente daría la vida por mis hijos, pero no veo la razón de hacerlo cada santo día. Bajo el manto de cada madre hay un ser humano común y malhumorado; no existe una fábrica especial de santas que produzca tranquilas y abnegadas «madonnas» en serie.
Cualquier jovencita liberada, intrépida y egoísta corre el riesgo de que la recluten para llevar el halo materno. Y la transición del sano egoísmo adulto al estado de ángel maternal puede ser dolorosa; algo así como una mariposa que intentara volver a su crisálida. Precisamente, es esta transición, en sus primeros años, el tema de este libro.
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